domingo, 27 de abril de 2008

Construcción del personaje: ¿Y ahora?

Así no puede ser

El ruido de la ducha en el baño es Margaritte; el agua cae con fuerza, golpea firme y testaruda el piso enlozado y así es Margaritte, insistente, por eso me gusta, aunque desde aquí se escucha más atenuado, acá es otra cosa, acá es una mancha verdosa, de a ratos casi amarilla, pero no, mayormente verde, como de moho, sobre todo, y redonda, aunque en aquella esquina, cerca del cable de donde cuelga la lámpara, es mucho más irregular y desaparece totalmente el dibujo; si no fuera por esa esquina, y si no fuera por esa parte amarilla, sería distinto, pero así no, así sí que no puede ser; llaman a la puerta, abro, un policía.
No escucho bien qué me dice, registro palabras sueltas, “Un asesinato”, “declaración”, tengo que seguirlo; a Margaritte le dejo una nota porque en la ducha nunca se la puede ver y menos cuando está la mancha amarilla, deforme y hay que contarle, hay que decirle que así sí que no se puede y entonces se enoja y se va y se lleva el ruido de la ducha, no importa qué le diga, pero es que tenía que contarle. Voy y no le digo nada a Margaritte, nada ni de la mancha, ni de lo amarillo, ni de la declaración y nada al hombre de uniforme, él habla y habla, no sé qué dice, es que estoy mirando esa cosita tan brillante que tiene en el bolsillo derecho, es tan bonita, no es como la mancha de humedad, es perfecta como Margaritte, se la tengo que mostrar. Pero no puedo, porque ya no la veo más y me estoy alejando y hay un vasito de plástico en la bandeja, que se balancea y a veces se inclina a la derecha, o a la izquierda y ahí va una gota amarronada. Se desliza por el plástico, se inclina sobre el borde, el vaso se tambalea y la gota vuelve para atrás, atrás y ahora adelante de nuevo, tiembla, se asoma, esta vez sí, se está cayendo, no, no, regresa.
Yo sé que me llevan por el lunar en la nariz, era tan grande y sobre todo, tenía un pelo que surgía cerca del borde y se inclinaba hacia adelante, la gota de café como haciéndome una reverencia, siendo así no podía estar cerca del orificio de su nariz, estaba muy mal, yo sabía y cada vez que lo veía, cuando Madame Dómine me alcanzaba una bolsa de pan, el vaso blanco sigue danzando en la bandeja, me convencía más, ¡lo tenía que borrar! Había que borrarlo, o correrlo de lugar, yo se lo borré a Emmanuelle e hice muy bien, pero ahora el hombre uniformado me lleva y apenas se ve a través de las ventanillas porque llueve muy fuerte, puede ser que esté en cualquier lugar de esta ciudad, la gota de café se va a caer en cualquier momento, el hombre me está hablando. Dijo Petrona Acosta y no Emmanuelle Dómine, no entiendo nada, de quién habla, ay la gota, la gota..., esto no es por el lunar, busco en mi mente a Petrona Acosta y no la encuentro.
Ahora dice Cisneros y a ese lugar sí lo recuerdo, pero sobre todo me acuerdo de mi valija verde, desordenada, y de la media negra tirada en el suelo junto a la blanca. Ella puso la media negra ahí y ahora iba a poner una roja, no entendía nada y había que detenerla, porque eso así no podía ser, el vaso de café y la gota, era como el lado amarillo de la mancha verde del techo, hasta Margaritte sabe que así no puede ser. No me acordaba de la media negra, hice muy bien, pero no me acordaba y me asusta, sobre todo porque siento que al pensar en ella casi pienso en otra cosa y no quiero, me escapo de esa imagen que se asoma, miro el vaso que todavía no se cae, pero se está por caer, siempre se está por caer, el auto dobla y la gota se mueve, se inclina siempre, no, no, ya me acordé de Margaritte, me dijo que el lunar estaba bien, que era perfecto así, no lo tenía que borrar y lo borré y Margaritte se enojó y se metió en el baño. La gota de café se va a caer, nunca hay que entrar cuando está en la ducha, yo sé, pero así no podía ser, la gota se cae...¡ella tenía que entender!, ¡le grité y le mostré! Le mostré como borré el lunar y creo que entendió pero no contestó más, la gota se cayó, se quedó muy quieta mientras el agua la golpeaba con fuerza y salí, no hay que entrar en el baño mientras Margaritte se está bañando, yo ya sé, crece un charco rojo en el piso enlozado, hay un charquito de café en la bandeja.

martes, 22 de abril de 2008

Los que se quedan.

Yo no la envidio

Introduje la llave en la cerradura y la giré. La puerta se abrió suavemente con un clic metálico, dándome paso a la oficina, donde el sol se filtraba por los amplios ventanales, inundándola con la luz de la mañana. La vista panorámica de la ciudad que ofrecen es privilegiada, pero trato de evitarla debido a mi temor a las alturas. Parece tan fácil caer a través de esas ventanas que de tan limpias son casi invisibles. Busco no pensar en ello, sin embargo, y por eso saco inmediatamente la lista de tareas que me enviaron de la cartera. Empiezo por la primera: revisar el correo.

La oficina nunca está tan tranquila como cuando la jefa está de viaje y el tiempo parece detenerse. Miro burlona, triunfante al sobrio reloj de marco negro que cuelga en la pared. Con una sonrisa, me acerco, le saco las pilas y ahora sí, ya no hay tiempo.

Ordeno papeles, los redistribuyo, respondo cartas mientras tarareo suavemente alguna canción. Veo sobre el escritorio la taza de Alicia, regalo de sus hijos y decido que es buen momento para tomar un café.

Minutos más tarde disfruto, con los ojos cerrados, del espumoso café caliente dentro de la taza roja y blanca. Es un día soleado, aún es muy temprano y es bueno saber que Alicia está a miles kilómetros de distancia, aunque sea momentáneamente. Me saco los incómodos zapatos de taco alto y busco relajar mis hombros y mi cuello, cargados de tensiones.

El gran sillón de cuero es mucho más cómodo que mi torturante silla de madera. Su forma supuestamente ergonómica es un verdadero martirio, no hay forma posible de sentirme cómoda en ella y todo para ahorrarle dinero a la aseguradora, evitando afecciones posturales. Cuando, justamente, nada desearía más que una afección postural, uno de esos envidiables cuadros de stress, o al menos una gripe, lo que fuera para alejarme de esta oficina maldita por unas semanas o meses y tomarme las vacaciones siempre postergadas por un motivo u otro. Y poder al fin tenderme al sol, broncearme sobre la suave arena de la playa por horas e ir cuando quiera a dormir, a almorzar, sin tiempos, sin órdenes, sin prisas.

Quizás en este mismo momento Alicia esté haciendo eso mismo, tomando sol. Quién puede creer que pase un mes entero en tierras lejanas, indudablemente paradisíacas, sin detenerse aunque sea un momento en alguna de esas playas vírgenes llenas de amables nativos siempre bien dispuestos a abanicar a los turistas con grandes hojas de palma y a rodearles los cuellos con collares de flores multicolores, mientras les ofrecen deliciosos jugos de frutas tropicales. Todos sonrientes, radiantes junto al océano a veces verde y a veces azulado. Imagino a Alicia con anteojos de sol, acostada sobre una reposera mientras un moreno caribeño le unta bronceador en el cuerpo y le acerca un vaso repleto de una bebida helada y espumosa.

Cuando vuelvo a abrir los ojos la oficina y su frío confort gris y metálico me resultan odiosos. Y me parece especialmente injusto que sea Alicia quien esté de viaje, cuando soy yo quien realiza la mayor parte del trabajo por un sueldo mediocre mientras ella se limita a sonreír falsamente a los clientes.

Afortunadamente, solamente resta una tarea de la lista. Alimentar al pajarito. Busco la bolsa de alimento balanceado, escondida en un cajón del escritorio y me aproximo a la jaula donde un ave extraña de muchos colores me mira a través de los delgados barrotes. Alicia la trajo de una isla de Australia hace unos meses, para dar un toque de lujo y exotismo a la oficina. Nunca canta, sólo pasa de soporte a soporte todo el día, aunque el clima de la ciudad no parece favorecerla y su plumaje está cada vez más opaco y sus ojos menos vivaces. Lo miro con pena, con la bolsa de alpiste en la mano, aún sin abrir. Y es entonces que caigo en la cuenta que el porte del ave es orgulloso y siento que me observa con superioridad, con sorna y que si no canta es porque sabe que ni yo ni quizás tampoco Alicia, atadas a esta tierra asquerosa por nuestros pies pesados, que sobre ella nacemos y sobre ella estamos condenadas a morir, merecemos su canto. Y que esas plumas multicolores que cubren sus alas, ahora confinadas e inservibles, conocen mucho mejor que nosotras los rincones más impenetrables de la selva y ese océano verdeazulado. Qué importa que ahora esté encerrada, si soy yo la condenada a transitar mi vida entera dentro de la fría cárcel de la oficina, el cemento de las calles y los edificios. Lo miro fríamente y vuelvo a guardar el alpiste en el último cajón, intacto. Me pongo los zapatos, vuelvo a poner el reloj en marcha, marco el último casillero de la lista que dejó Alicia y me voy. Seguramente no tenga que volver hasta la próxima semana.

lunes, 21 de abril de 2008

Salidita al BAFICI

El BAFICI o Festival de Cine Independiente de Buenos Aires se realiza cada año en la ciudad y constituye una excelente oportunidad para conocer un poco más de ese otro cine que se produce en el país y en el mundo, al que en general se tiene muy poco acceso y que es tan distinto del de tipo comercial que se exhibe habitualmente, donde los argumentos y formatos se repiten en forma sistemática. El BAFICI ofrece ciertamente la posibilidad de ver algo distinto y quizás por eso atrae a miles de cinéfilos cada año.

Había escuchado de él y, sin embargo, nunca me había decidido a ir. En primer lugar, la desmesurada oferta de cientos de títulos y horarios me abrumaba y me desorientaba. Pero principalmente, se debe a que en festivales de este tipo suele imperar la dudosa consigna de que todo es arte y en el arte, todo vale. Con ese criterio de guía, pueden encontrarse tanto obras maestras como películas absurdas, aburridas o absolutamente incoherentes, en proporciones similares.

Esta tendencia se acentúa por el hecho de que el cine, en especial el independiente, parece estar de moda y por eso nunca falta un vasto grupo de seguidores dispuestos a ensalzar, glorificar y calificar como la más valiosa joya del cine a cualquier corto o película insufrible, por el sólo de hecho de ser muy extraña. Hay que dejar en claro que, si bien la originalidad es ciertamente un atributo positivo, extraño no es necesariamente sinónimo de bueno. Si bien tengo una mentalidad amplia, y me gustan las innovaciones, entiendo que en el cine no vale todo, y que, aun a la hora de experimentar, hay que atenerse a ciertos límites, aunque sólo sea en deferencia a los espectadores.

Con estas ideas en mente, opté por elegir con cierto cuidado qué película vería para esta reseña. Investigué, leí críticas e hice una lista de posibles opciones. Sin embargo, fue todo en vano porque al llegar a la boletería del cine Hoytz de Abasto descubrí, junto con mis amigas, que las entradas para las películas más interesantes estaban agotadas, y que habría que elegir al azar entre las opciones que restaban. Descartando un documental sobre el polvo, otro sobre la vida de la Tigresa Acuña, y la historia de una mujer francesa que, en busca de su marido que partió a la guerra, se une a un grupo de cantantes de música pop, optamos por “Resfriada”. La reseña no decía demasiado, y aun así, este film argentino prometía ser interesante.

Entramos a la sala un poco tarde, no sé exactamente cuánto, pero la sala estaba a oscuras y la película ya había empezado. Nos arrastramos sigilosamente hasta las primeras butacas que encontramos libres y comenzamos a verla sintiéndonos algo incómodas y perdidas. Más tarde nos enteramos de que, en realidad, aun para quienes estuvieron en la sala desde un comienzo, “Resfriada” comienza como si uno se hubiera perdido el principio. Y termina como si el espectador se hubiera ido del cine antes de tiempo.

Eso no es malo, sin embargo. Esta película no busca más que reflejar un trozo de cotidianeidad: charlas casuales, llamadas telefónicas, una mujer lavándose los pies en el bidet. Y creo que es esa espontaneidad, esa sensación de estar espiando a un vecino lo que nos cautivó. A través de fragmentos de conversaciones, nos enteramos de que la protagonista, Nadia, tuvo una pelea con su pareja, Lucía, que la llevó a irse de la casa en que convivían. Vive temporalmente en el loft de Ernesto, un amigo de su hermano. No se decide todavía a llevarse todas sus pertenencias de su antigua casa, no sabe si se trata de una separación definitiva. Y, mientras tanto, traduce del alemán el libro que su hermano y Ernesto, empleados de una editorial, planean publicar. Esa, y poco más, es la historia. No sabemos el motivo de la disputa, ni cómo se resuelve. Nunca descubriremos si Nadia retorna al departamento que compartía con Lucía. No obstante, tampoco importa demasiado. Los diálogos ingeniosos nos conducen ágilmente a través de la historia, arrancando más de una sonrisa, y “Resfriada”, sin tener un argumento demasiado fuerte, logra exitosamente introducirnos en la intimidad de sus personajes y hacernos pasar un momento agradable.

Termino de escribir estas líneas y descubro que su director, Gonzalo Castro, acaba de ganar el premio a Mejor Director, en el rubro de la Selección Oficial Argentina por plantear “una sutil y sofisticada manera de traducir ideas cinematográficas en una primera película”. Después de la grata sorpresa de “Resfriada”, esperaremos con más expectativas lo que nos ofrecerá el próximo BAFICI, para descubrir una vez más que se puede hacer cine independiente de calidad.

viernes, 18 de abril de 2008

Atracción turística

Trabajo en base a anagramas. Palabras: Cisneros, maleta, Alicia



Cisneros tiene una atmósfera caótica y bulliciosa, los turistas hormiguean constantemente por todas partes, con sus cámaras fotográficas, sus traveller checks, sus mapas y planos.
Las maletas, los bolsos y mochilas se amontonan en cada rincón, formando elevadas colinas que sufren constantes derrumbes y desmoronamientos, a veces con fatales consecuencias para los visitantes, pero afortunadamente contribuyendo al descenso de la densidad del turismo.
Todo esto ha motivado un desarrollo vertiginoso de la industria hotelera en el lugar, dando lugar a una proliferación de hosterías, posadas y albergues que, con efectividad y calidad de servicio sumamente variables, se avocan a la ardua tarea de alojar de alguna manera al aluvión turístico que se pasea por Cisneros. Simultáneamente, el desarrollo de la industria del crimen ha sido notable y se ha producido en ramas diversas. Fundamentalmente, el robo y el fraude se han extendido a niveles inimaginados.
Pero me dicen que las cosas no han sido siempre así por estos pagos y les creo. No es ésta una gran ciudad, las modernas valijas y cámaras fotográficas de estos turistas extranjeros, de rasgos tan particulares y exóticos, parecen surreales, inverosímiles al deambular por estas calles de tierra. Y cuentan los más ancianos que todo comenzó con la inauguración del aeropuerto.
No se explica cómo fue que el gobierno decidió instalar cosa tal en estas tierras áridas y solitarias, apenas habitadas por un puñado de personas de ojos cansados de perderse en la inmensidad del llano y manos callosas y resignadas. Se especula que se trató de algún error del ingeniero que diseñó los planos, una distracción que lo llevó a trasladar el aeropuerto unos kilómetros hacia un lado o hacia otro.
Lo cierto es que un día empezaron a llegar enormes camiones con obreros, tractores, palas mecánicas y, unos meses mas tarde, el Aeropuerto Internacional abrió sus puertas. Se trataba de un edificio de vanguardia, equipado con la más moderna tecnología y atendido por un inquietante personal de implacable uniforme blanco y sonrisa permanente y enceguecedora.
Los viajeros empezaron a arribar inmediatamente en grandes y escandalosos contingentes, con manos y ojos ansiosos por verlo todo, fotografiarlo todo, comprarlo todo. La mayoría están sólo de paso, por unas horas o días, hasta que un nuevo avión llegue para llevarlos muy lejos, a rumbos distantes, fantásticos e impensables para quien aquí contempla esta aglomeración de casas bajas y despintadas de techos hundidos.
Ya es tarde, cae suavemente la noche sobre Cisneros, extendiendo su negra sábana estrellada sobre los cientos de cabezas que en perpetuo movimiento se deslizan por las calles. Una mujer ya anciana, de tez oscura, se arrodilla junto a una gran montaña de equipaje abandonado que se ha formado en una calle solitaria. Su piel parece áspera y está marcada por arrugas profundas. Al amparo de la oscuridad, sus dedos huesudos y trémulos aferran con fuerza una palanca de metal algo roído por el óxido y se afanan trabajosamente forzando con ella una moderna valija de cuero verdoso. A su lado, se observan otras abiertas. Sus contenidos revueltos y cerrojos violados indican que el instrumento es más efectivo de lo que parece. Muy cerca, asoman de una bolsa de tela estampada algunos de los tesoros encontrados: un paraguas floreado de mango dorado, un frasco de perfume importado con más de la mitad del contenido, una única sandalia dorada con taco aguja. La mujer está muy seria y tan concentrada en su labor que es imposible que note que un hombre alto y macizo se aproxima. Sus rubios cabellos, quizá demasiados cortos, coronan un redondeado rostro, que de tan sonrosado parece expresar una turbación permanente. Sus pasos son lentos y pesados mientras sus pequeños ojos de un azul insípido escudriñan inquisitivamente el montón de valijas. Se iluminan de pronto, al tiempo que una furiosa catarata de palabras en un idioma misterioso aflora de sus labios. Inmediatamente, el hombre se precipita sobre la vieja y le arranca bruscamente la palanca oxidada de las manos, casi con indignación, para descargarla con fuerza sobre su frente. El cuerpo de la anciana cae y se desparrama pesado sobre el suelo, que va lentamente quedando cubierto por un charco, un lago, un mar, un océano tibio y pegajoso.
El hombre de los ojos pequeños le dirige una mirada rápida, distraída para luego entregarse a la tarea de recuperar y distribuir prolijamente el contenido de su negra valija dentro de la misma, sacudiendo enérgicamente el polvo de cada prenda antes de doblarla cuidadosamente. Concluye su tarea, cierra con delicadeza su maleta y se marcha con ella, ya sin la mirada de inquietud enturbiando sus ojos insípidos.
La anciana de la palanca oxidada, en cambio, no tiene otra opción que seguir allí en el suelo. De a ratos, algún turista se aventura por aquella calle, pero no parece verla. Y si más tarde hay otro que repara en su presencia, se limita a dar un vistazo desinteresado y superficial antes de continuar su camino.
Ya amanece en Cisneros cuando una mujer con un niño de la mano se detiene junto al monte de valijas. No está en busca de su equipaje, contempla a aquel cuerpo tendido en el suelo con sorpresa. Mira a su alrededor, suelta al niño, se aproxima, se inclina para observar con más cuidado. Medita por unos segundos el camino a seguir. Decidida, saca algo de su cartera y llama a su hijo:
- ¡Vení, parate acá al lado de la señora que te saco una foto!

La escritura y yo

La escritura y yo nos descubrimos hace unos catorce años. Yo la venía buscando desde antes, imitándola con garabatos enrulados, pero supongo que sólo nos conocimos realmente cuando yo tenía entre cinco y seis años y aprendí a escribir.

Por aquella época, la de mis primeras incursiones en la escritura, me gustaba escribir cuentos. Creo que me limitaba a escribir en el colegio, pero ocurrió que en tercer grado a una maestra le gustaron y comenzó a colgarlos en una cartelera. Fue por esos tiempos que decidí que, en lugar de maestra, o doctora, o bailarina, quería ser escritora, como lo había sido mi abuelo. Tal convicción me acompañaría por unos cuantos años más, en los que seguiría soñando con un futuro lejano en que me iría a vivir al sur, a una enorme casa junto a un lago, con una biblioteca repleta de libros de todo tipo y un escritorio con vista al jardín donde producir mis cuentos y novelas.

Tales ideas me llevaron, a los nueve años, a intentar emprender mi primera novela, cuya extensión estaba esencialmente regulada por la cantidad de páginas que tenía el cuaderno en el que escribía, y que yo misma ilustraba con mis dibujos. Influida por los libros de aventura que conseguía en la biblioteca del barrio y que por aquella época me fascinaban, especialmente por “Robinson Crusoe”, mi novelita narraba la historia de una niña que escapaba de su casa y se refugiaba en un bosque, centrándose en sus esfuerzos por sobrevivir en él. Dejando de lado todos los problemas de redacción y sobre todo, los de ortografía, mi historia tenía, al menos, un principio, un desarrollo y un final que no recuerdo muy bien, pero que era feliz.

En esa época escribía mucho, en el colegio y también en casa, y relataba apasionadamente, a quien deseara escucharlo, mi firme anhelo de convertirme en una escritora. Ese deseo, sin embargo, iría desapareciendo con los años, aunque no el placer que me producía escribir.

A principios del secundario y probablemente motivada por algunos problemas personales de aquella etapa de mi vida, tuve la intención de escribir otra novela., en este caso una historia fantástica. Si bien esta vez mis esfuerzos estaban mejor encaminados, y el relato estaba planificado con más cuidado, abandoné y retomé la tarea numerosas veces hasta finalmente renunciar por completo al proyecto. Más allá de ese intento, no fue mucho lo que escribí por esos años. O más bien debiera decir que sí, que escribí muchísimo, pero mecánicamente; eran muy escasos los trabajos que involucraban en alguna medida mi interés o creatividad. Hubo, aún así, algunos casos aislados: un cuento mío ganó un premio en el colegio, fui a concursos literarios representando a la escuela, aunque sin tener éxito en ninguno. Decididamente, habían quedado muy lejos mis inocentes intenciones de convertirme en una escritora, y ya no pensaba en ello.

A pesar de ello, tuve un reencuentro significativo, aunque breve, con la escritura en quinto año. Se trataba de una época difícil: grandes cambios tenían lugar en mi vida, me veía enfrentada a la dura tarea de decidir qué camino seguir, y me encontraba desorientada y profundamente angustiada. Me volqué, entonces, a la poesía, género por el que nunca antes me había interesado. Ya no escribía por obligación, no me limitaba a hacer la tarea, sino que me motivaba una necesidad interna de expresión.

Sin embargo, al terminar el secundario y con el comienzo de la vida universitaria, si bien sería falso afirmar que mi desorientación haya desaparecido por completo (supongo que eso nunca ocurre y está bien que así sea), ya tenía un rumbo, al menos provisorio, en mi vida, y, acorralada por toda suerte de actividades y compromisos, abandoné la poesía y la escritura con fines extrauniversitarios por completo.

Reflexionando, tengo que admitir que la escritura y yo hemos mantenido a lo largo de estos años una relación complicada, discontinua, histérica, marcada por encuentros y desencuentros, idas y vueltas. No lo niego, pero, ¿no son también así las historias de los grandes amores?.

Memoria de lectora...


Pasé mi infancia y los primeros años de mi adolescencia leyendo en forma definitivamente compulsiva. Esta adicción llegaba a dimensiones hiperbólicas precisamente en las vacaciones de verano.

Hija única. Viajes al sur en auto que se prolongaban por al menos tres días. Una bibliotecaria amiga que, haciendo caso omiso al límite establecido, dejaba que me llevara enormes bolsones de cuentos y novelas. Ausencia absoluta de televisión en el camping. La capacidad, de la cual ahora carezco, de leer por horas en un auto manteniendo el sistema digestivo en perfectas condiciones de funcionamiento. Todo conspiraba magistralmente para que me perdiera entre páginas amarillentas por horas.

Si hay un libro que me recuerda especialmente a esos veranos, es “La historia interminable”, de Michael Ende. Obsequio de mis tíos para navidad o mi cumpleaños, pertenecía a la categoría de esos volúmenes gruesos y sin ilustraciones que leían “los grandes”. Yo tenía alrededor de nueve años y me vi inmediatamente fascinada, absorbida por esas páginas donde el límite entre la realidad y la fantasía se desdibujaba y desaparecía.

La historia era la de Bastian Baltasar Bux, un niño algo patético, gordito y solitario, que da casualmente con un misterioso libro de tapas cobrizas, igual al que el lector tiene entre sus manos. Al abrirlo, éste lo aleja de su entorno angustiante y hostil para transportarlo al maravilloso mundo de Fantasía. Su misión será la de salvar a la Emperatriz Infantil para evitar la desaparición de este mágico reino y, hasta alcanzar este objetivo, vivirá toda suerte de aventuras.

El elemento quizá más cautivante es el hecho de que fantasía y realidad se alternan y entremezclan constantemente a lo largo de la historia. Ambas dimensiones están delimitadas tan sólo por el color de la tinta: la novela está impresa en rojo y verde, y ambos colores se alternan a lo largo de las páginas. A la vez, con el desarrollo de la historia, el límite entre ambas se desvanece lentamente.

“La historia interminable” escarba en el deseo secreto y último de todo lector: el de dejar de ser un espectador pasivo para formar parte de la historia que lee. Supongo que es eso lo que me fascinó y, sobre todo, me arrastró a devorarme esa novela una y otra vez, ese verano, y en muchas otras ocasiones de allí en adelante. Y lo cierto es que aún, íntimamente, sigo guardando la secreta esperanza de que algún día un libro me conduzca en el lomo de un dragón blanco de ojos como rubíes a las fragantes profundidades de la selva nocturna de Perelín, o a la cima de la Torre de Marfil.

jueves, 10 de abril de 2008

El amor (primera y última parte)

Hace unos días vi una película de cine independiente argentino, "El amor (primera parte)". La historia es muy sencilla: los dos protagonistas, Sofía y Pedro, se conocen en un viaje a Uruguay y entablan una relación que terminará dos años más tarde. La historia realiza un recorrido que se desarrolla desde los primeros encuentros, atravesando la convivencia, para culminar en la crisis que los lleva a su separación, la cual, por otra parte, es anunciada desde un principio.

No se trata en lo absoluto de una relación especial o mágica, es una pareja más, con todos los lugares comunes que le son propios. Y es eso lo que lleva a que quien la vea no pueda evitar sentirse profundamente identificado con estos personajes, encontrando sus propias ilusiones, peleas y encuentros detrás de los de ellos. Más de una sonrisa se escapa cuando aquellos pequeños sucesos cotidianos que aparecen en pantalla evocan otros que nos son muy cercanos.

El trágico final, sin embargo, acecha desde un principio, y el espectador presencia el imperturbable avance de las discusiones y la incomprensión que llevarán a que Sofía-y-Pedro dejen de ser tales, para convertirse, una vez mas en Sofía y Pedro. El proceso está intercalado con cómicos fragmentos de un documental en el cual, a través de anticuadas ilustraciones, un narrador de acento ibérico explica las reacciones químicas que provocan el surgimiento de la pasión amorosa, así como las que llevan a su posterior desvanecimiento.

Terminé de ver la película sintiendo una gran angustia. Y es que, honestamente, el tópico del "amor eterno" me parece cada vez más alejado de las posibilidades de lo real y, a la vez, más vacío de sentido. Miro a mi alrededor y es evidente que no hay relacion amorosa que no llegue, más tarde o más temprano, a su fín. Entendiendo, claro, a este fín no necesariamente como un desenlace de existencia material y concreta, que lleve a una separación física, sino desde una perspectiva más amplia, donde ambas partes toman eventualmente cada una un camino distinto aunque esto sólo se manifieste en un distanciamiento espiritual, un desinterés creciente.

Seamos realistas, las personas cambian muchísimo durante el transcurso de su vida, por lo que, tras unos años de relación, quienes la entablaron ya no son los mismos, y la pareja que inicialmente integraban ya ha perdido gran parte (sino todo) su sentido inicial. Porque es innegable que, en principio, si dos personas deciden estar juntas, es porque perciben que tiene un mutuo aporte por realizar, carencias ajenas que cubrir a través de una entrega personal. Entiendo que las sucesivas tranformaciones que sufre cada uno a lo largo del tiempo van modificando esas carencias, a la vez que vaciando de significado a ese aporte.

Por otra parte, la forma que toman las relaciones amorosas dentro de nuestra sociedad es la de una inclinación a la paulatina formación de una familia, implicando la convivencia de ambas personas y, posteriormente, de sus hijos bajo un mismo techo. Creo cada vez más firmemente que la convivencia prolongada de dos personas bajo un mismo techo culmina inexorablemente en la destrucción o profundo deterioro del amor. Los roces cotidianos por temas de poca o ninguna importancia, y sobre todo, la rutina y el paso del tiempo, sumados a la desaparición de la pasión, terminan de desvanecerlo.

Todo esto no significa que no vaya, a su debido tiempo, a convivir con alguien. En lo absoluto, seguramente lo haga. Y tampoco significa que el hecho de que piense de esta manera se traduzca en que me guste tener estas ideas. Todo lo contrario- no me gusta para nada, me angustia profundamente. Me hace sentir que toda relación esta vacía de sentido, condenada a ser solamente una colección más de recuerdos (en su mayoria lindos, algunos no tantos) que archivar en algún rincón de la mente, para luego ser seguida por otra, otra, y otra...hasta que seamos demasiado viejos o estemos demasiado cansados para empezar nuevamente. Y nos conformemos, ya sea con la soledad, o con una relación mediocre, resignándonos a convivir con una persona por una mezcla de conveniencia y costumbre, y para honrar de alguna manera al collar de recuerdos que hemos ido hilando con ella a lo largo de todos esos años.

Sé que el "para siempre" no tiene por qué ser el final perfecto, al contrario, somos seres finitos, destinados a desaparecer y por eso mismo, la idea de esa espiral que se prolonga hasta el infinito me asfixia, me desespera y, además, me aburre profundamente. Pero la verdad es que la perspectiva de la búsqueda sucesiva del amor en personas distintas, frustrada una y otra vez, para culminar en la soledad o en una mediocre insatisfacción, no me parece mucho mejor.Y acá mismo, dejo, entonces, de escribir, al menos hasta que encuentre algún otro camino en esta encrucijada o me despierte sintiéndome algo más esperanzada.

martes, 8 de abril de 2008

Locos de Buenos Aires

Colectivo lleno. Viajo amontonada y apretujada, pese a que es la una de la tarde, y uno esperaría lo contrario. Para peor, cargo con mi mochila y un apunte gruesísimo que, para salvaguardar mi columna vertebral, llevo en una mano, en tanto que con la otra me aferro a la manija del asiento que está junto a mi. Estoy muy cerca de la puerta de salida. Y escucho a un hombre hablando demasiado fuerte. Parece estar respondiendo una pregunta (cómo ir hasta Belgrano, o hasta Cabildo, no sé), detalla el recorrido del colectivo, da indicaciones. La explicación ya ha sido bastante clara. No obstante, el hombre insiste. Da más indicaciones, más detalles, parece saberse el recorrido de memoria. Intento determinar a quién le habla, pero me es imposible. Todos lo ignoran.
Evidentemente está hablando solo.
El hombre, al que claramente le faltan caramelos en el frasco, prosigue en un eterno monólogo, una larga disquisición sobre calles y paradas de colectivo, a veces en un susurro inaudible, a veces casi a los gritos. Esucho que anuncia:
- Faltan diez cuadras para la Av Juan B Justo, se ve por la altura de la calle.
Al momento, se corrige:-¡No, siete!
Pero reafirma al momento, triunfalmente:- No, diez. ¡Cuando yo digo diez es porque son diez!.
Bajó en esa parada y se alejó, quizás aun discutiendo con su otro yo acerca de la altura de las calles.