lunes, 9 de junio de 2008

Crónica III: ArteBA 2008

Camino una vez más por la larga cuadra que rodea al predio La Rural. Nuevamente, logré convencer a Gabriel de que me acompañara, aunque este año implicó un esfuerzo persuasivo más intenso. Una mezcla de argumentos razonables, del estilo de “no puedo venir otro día”, y una amplia cuota de chantaje emocional.

Nos divertimos comentando sobre el vestuario de quienes nos rodean. Boinas, largas medias de colores fosforescentes, pañuelos en la cabeza. No es difícil reconocer quién se dirige, como nosotros, a la decimoséptima edición de ArteBA. A lo largo de la vereda, una mujer ha improvisado un puestito callejero y ofrece, extendidos sobre un paño blanco, pinceles de todas formas y tamaños. Según la ocasión, debe vender autitos de colección, rastrillos o pelapapas. Otros reparten folletos que publicitan clases de pintura y dibujo.

No fue buena idea venir un domingo, ya lo sabemos. La exposición dura cinco días, así que sólo permanecerá abierta este fin de semana. La gente se agolpa desordenadamente a la entrada del predio, formando algo que se parece a una fila larga. Larguísima. Distraigo a Gabriel con conversación, trato de ser simpática y hablo de cualquier tema, tratando de evitar las quejas que en cualquier momento va a comenzar a formular. No recuerdo si éstas llegan o no, porque inmediatamente un nuevo problema se impone. Su libreta universitaria no está. Le pregunto si la trajo. Él dice que sí, pero no aparece. Revolvemos la mochila; registramos cuadernos, libros. De alguna manera misteriosa, se las arregló para quedarse en casa. La entrada de ArteBA, que de por sí no es demasiado barata, acaba de duplicar su precio, y ya lo veo a Gabi con cara de “voy-a-hacer-una-hora-de-cola-para-pagar-veinte-pesos-y-ver- una-muestra-que-no-me-interesa”. No lo dice, pero yo sé que lo piensa.

A todo esto, seguimos incorporados en eso que parece ser una fila de gente esperando entrar, que ha venido avanzando a pasitos mínimos y ahora se bifurca. Una mujer anuncia incesantemente que una de las dos filas es para miembros del Club La Nación y no sé qué tarjeta de crédito. Un cartel facilitaría las cosas. Nosotros seguimos adelante por la opuesta, que luego se bifurcará en otras cinco. Por alguna extraña razón, individuos que habíamos identificado como posteriores a nosotros en la fila general, aparecen más adelante en las subfilas aledañas.

Esperamos, mientras seguimos buscando sin esperanza ni sentido la libreta desaparecida. Alguien pasa junto a nosotros y comenta que en la ventanilla se puede presentar cualquier papel, ni siquiera se fijan qué es. Puede ser. Minutos después, nos alejamos con nuestras dos entradas estudiantiles, adquiridas gracias a la exhibición de una libreta de la Facultad de Ciencias Sociales y un recibo de sueldo doblado al medio.

Entramos, por fin, a ArteBA. Es un enorme laberinto de pasillos y stands, como siempre. Comenzamos a recorrerlo con la intención seguir algún orden o secuencia, pero al rato nos aburrimos y optamos por ver los puestos de cualquier manera. Pasamos dos veces por el mismo lugar, obviamos otros por olvido o decisión propia.

Nos quedamos un rato la sección “Autocine”, donde proyectan constantemente cortos, entre pornográficos y grotescos, frente a una serie de autitos improvisados con cartón y pintura. A los niños parece que les encanta, para horror de sus padres que tratan de alejarlos por todos los medios. Encontramos un cuadro elaborado a base de alas de cucaracha reales, en el que una frase asegura que los hombres y las cucarachas no son tan distintos. La idea, pese a ser bastante asquerosa, no deja de tener cierto ingenio. En otra sección, vemos un fragmento de un video que muestra un ventilador girando. Otro, con un argumento un poco más fuerte, nos acerca a una señora que toma el té con su hija, mientras le narra su encuentro con Cortázar en París. Parece muy decepcionada, porque el escritor, lejos del Rocamadour, bebé bebé, ojitos de tapioca y nariz de azúcar, se mostró distante, distraído y poco conversador. Y seguimos paseando.

Hay fotografías, pinturas, videos, esculturas y otros objetos que no se terminan de ajustar bien a ninguna de las categorías anteriores. Todos son vanguardistas, salen de lo habitual. Algunos son excelentes, otros no tanto y unos cuantos entran en el género de “lo experimental”. Estos últimos suelen involucrar un esfuerzo mínimo o nulo de producción y despiertan odios o amores.

Una pareja de amigas observan una serie de fotos de un subterráneo, en las que se ve a los pasajeros a través de las ventanillas. Una de ellas no para de retratarlas con su celular, comentando que son increíbles, ¡tan poéticas!. La otra asiente. Yo las miro con cierta incredulidad, permanezco unos instantes observando las fotos y tratando de entender por qué son tan sublimes y fascinantes hasta que me rindo, y sigo adelante.

Gabi se cansa, se aburre y se queda sentado en el pasillo I, al lado de una columna turquesa. Mientras tanto, doy un recorrido final, a las apuradas y sintiéndome algo culpable por el abandono. No tengo muy en claro qué sectores recorrí, siempre hay demasiado para ver, me pierdo azarosamente por los pasillos especulando que no puede faltar mucho más. Saco algunas fotos, recupero a mi novio que por suerte sigue exactamente donde lo dejé y con la misma cara de resignación y nos vamos, llevando de regreso un bolsito de publicidades, postales, ideas e imágenes. Y su firme promesa de que éste es el último año que me acompaña. Trato de recordar si no dijo lo mismo el año pasado...

lunes, 2 de junio de 2008

Notas de lectura de "Tesis sobre el cuento", de Piglia

Para Piglia, “todo cuento cuenta siempre dos historias”. Una de ellas es evidente, visible; la otra es secreta y se la refiere en forma cifrada. Lo que es trivial en una de las historias, es fundamental en la otra. La estrategia del relato, los problemas técnicos que plantea el cuento surgen de la cuestión de narrar una historia mientras se narra otra. Por ese motivo, el relato secreto es la clave de la forma que el cuento toma finalmente.

El modo en que la historia secreta y la visible se entrelazan puede variar según el autor y el acercamiento que éste plantee.

En “La forma de la espada”, Borges cuenta dos historias, una dentro de la otra. La primera se desarrolla en Tacuarembó, pero no es más que una excusa para introducir un segundo relato, que tiene lugar en la Guerra de Independencia de Irlanda, a principios del siglo XX y es clave para presentar el relato secreto.

El cuento inicia con la presentación del “Inglés de La Colorada”, a partir de los rumores que corren en la zona sobre su oscuro pasado. Nos enteramos que, en uno de sus viajes por el norte, el narrador es forzado por las condiciones climáticas a pasar la noche en La Colorada y entabla conversación con este individuo. Descubre que en realidad es irlandés y lo interroga sobre la cicatriz que cruzaba su cara, sobre la que circulaban misteriosas historias. Su interlocutor aceptar narrar el origen de esta marca bajo la condición de “no mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia”. El inglés introduce la figura de un compañero que conoció durante la Guerra de Independencia: John Vincent Moon. Es presentado como un cobarde y resulta ser, finalmente, un traidor que, pese a deberle la vida, lo delata, vendiéndolo a los ingleses. Sin embargo, el dueño de La Colorada lo descubre en plena transacción, lo persigue y logra alcanzarlo para marcar su cara con una cicatriz. Es aquí cuando el Inglés finalmente devela que él es Vincent Moon y que aquel a quien denunció fue finalmente fusilado. La estrategia de ocultar su identidad habría sido una táctica para que escuchara la historia hasta el final.

En “La forma de la espada”, encontramos la variante que, de acuerdo a Piglia, Borges introduce en el relato. Consiste en referir las maniobras que efectúa su personaje (en este caso, el inglés) para construir una trama secreta a partir de los materiales de la historia visible. Esta construcción cifrada se torna el tema del cuento. Elementos que parecen accesorios cuando leemos por primera vez la narración que desarrolla este individuo sólo toman sentido cuando descubrimos su verdadera identidad. Esto sucede, por ejemplo, con el hecho de que no le moleste ser llamado inglés, pese a ser irlandés. La historia secreta sólo termina de asomar en la superficie al final de la historia, pero cuando lo hace todas las piezas del rompecabezas terminan de encajar y vemos una imagen clara y relativamente libre de ambigüedad.

Chejov, en “En el mar. Cuento de marineros”, entrelaza la historia secreta y la visible de manera diferente. Quienes la protagonizan son dos marineros, padre e hijo, a quienes la fortuna ha sonreído, pues han sido los elegidos para disfrutar del emocionante espectáculo que tendrá lugar en el camarote de luna de miel, a través de dos orificios efectuados en la pared. A través de estas perforaciones, tenemos acceso a la transacción que se realiza entre el matrimonio que habitaba el camarote y una pareja de ingleses que viajaba en el barco. Presenciamos la discusión entre el pastor y su enamorada; las amenazas que culminan en la conformidad de la joven, pese a su sufrimiento interno; el ingreso del inglés en el camarote; el pago que éste realiza al pastor.

La historia 2 en este caso no termina de aparecer en la superficie, pero podemos distinguirla a partir de aquello que no se dice, lo que permanece implícito. En este sentido, nos encontramos con la versión moderna del cuento de la que habla Piglia. Se trabaja sobre la tensión entre ambas historias sin resolverla nunca, trata a ambas como si fuesen sólo una. Siguiendo la Teoría del Iceberg de Hemingway, lo más importante jamás se cuenta. No sabemos que ocurrió verdaderamente entre estos dos matrimonios, así como tampoco lo saben los marineros, aunque podemos adivinarlo a partir de los indicios que nos son ofrecidos.

Es interesante la atmósfera que logra Chejov, donde las referencias al clima reflejan el estado anímico del marinero que cuenta la historia. Un ambiente tenso y sofocante, un frío estremecedor, una oscuridad que refleja la que él percibe en su interior. La tensión llega a su punto culminante al final del relato, donde es de alguna manera solucionada, y la lluvia otoñal se desata. También vale rescatar el planteo que realiza el marinero en el inicio de la historia, la idea de que “un marinero puede ser la criatura más inmunda de la tierra”. Creo que con el desarrollo se lo coloca en tela de juicio: la transacción entre el pastor y el inglés son presentados como de una bajeza todavía mayor, a punto tal que, al final de la historia, el marinero, aun confesándose como despreciable y carente de virtud, se siente vivamente conmovido, impresionado, asustado por los hechos que acaba de presenciar.

En el tercer cuento al que me referiré, “¿Por qué no bailan?”, de Carver, la historia secreta se presenta de la forma más inaccesible, y es por eso que he decidido dejarlo para el final.

Un hombre traslada todos sus muebles al jardín de su casa; acomoda lámparas, camas, chiffoniers, sillas exactamente de la misma manera en que se encontraban en el interior; realiza las conexiones eléctricas correspondientes para que todo funcione perfectamente. Nunca sabremos por qué ha colocado todas sus pertenencias en el exterior, aunque algunas pistas son dadas. Se menciona a una figura femenina, “ella”. “Su lado y el lado de ella”. El hombre piensa “en ello” mientras bebe su whisky, pero jamás descubrimos de qué “ello” se trata.

Una joven pareja que está amueblando un departamento observa la escena y supone que se trata de una liquidación casera. Exploran los objetos en exhibición; compran la cama, la televisión, un escritorio. Bailan un rato al compás de la música que surge del viejo tocadiscos; al partir, el hombre se los obsequia, junto con unos viejos vinilos.

Al final del relato, la chica que había comprado los objetos para su departamento no puede dejar de relatar lo que le ha sucedido. Evidentemente, la historia ha sido para ella mucho más que una anécdota, encierra un importante significado que no es revelado. Adivino que ella tampoco lo comprende con claridad y busca entender algo más a través de la repetición, pero, finalmente, termina por rendirse. El lenguaje no basta para hacer inteligible lo que ha ocurrido ni lo que siente en toda su profundidad

Queda mucho por decir, pero podemos entrever la historia secreta: una mujer que ya no está, una separación, el remate de los restos del naufragio. Carver narra a partir de silencios, de omisiones; una vez más, nos encontramos con la versión moderna del cuento. Por detrás de una anécdota trivial, se oculta una historia por contar, la tensión de una pérdida, la melancolía, quizás una reflexión sobre el vacío de la vida.

En síntesis, hemos visto cómo las dos historias que encierra cada cuento pueden ser trabajadas y explicitadas en formas y grados muy diferentes. Personalmente, opto por el misterio; prefiero los cuentos evasivos, al estilo de Chéjov y Carver, donde el relato secreto es apenas bosquejado y el trabajo de interpretación queda, en gran medida, en manos del lector.