A principios del mes de Septiembre, grupos de estudiantes de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA decidieron llevar a cabo una toma de las tres sedes que la componen. ¿El motivo? Demandaban la firma de los pliegos de la licitación para que continuaran las obras en el futuro Edificio Único, ubicado en el barrio de Constitución. Actualmente, sólo está en funcionamiento la planta baja, destinada a actividades de posgrado y la carrera de Trabajo Social, pero, tras la finalización de las obras, el nuevo edificio deberá albergar la totalidad de los estudiantes de las cinco carreras que se dictan en la facultad.
La paralización de la construcción del nuevo edificio, así como el serio deterioro de las condiciones edilicias en las sedes que están en funcionamiento, ponen en el centro el debate la eterna cuestión de la gratuidad de la enseñanza universitaria.
Muchas veces se afirma que, bajo tal régimen, son “los pobres” quien pagan los estudios de “los ricos”. En primer lugar, esta construcción de “los pobres” en oposición a “los ricos” es reduccionista y, al menos, difusa. ¿Bajo que criterios podemos considerar que un individuo es “pobre” o “rico”? Estos términos, etiquetas arbitrarias, parecen aludir polarización de los habitantes en dos grupos, blanco y negro: se es mendigo o una suerte de Ricky Ricón. Suelen abundar, en cambio, diferentes tonalidades de gris. Muchos estudiantes que concurren a la UBA nunca serían etiquetados como “pobres” por ninguna encuesta de hogares y, sin embargo, son incapaces de afrontar los gastos de una universidad privada de buen nivel. Vale la pena entonces reflexionar sobre los límites de la cuantificación y la “etiquetación”.
La pobreza es un concepto complejo, difícil de definir. Podría acordarse que “los pobres” son aquellos cuya escasez de recursos les impide acceder a la satisfacción de necesidades físicas y psíquicas básicas, tales como la alimentación, agua potable, vivienda, educación o asistencia sanitaria. Esto puede ser válido para muchos países, aunque en la Argentina se haría necesario introducir modificaciones en esta definición, porque aquí aún aquellos sin los recursos necesarios tienen la posibilidad de atenderse en hospitales públicos y recibir educación primaria, secundaria e incluso universitaria en forma “gratuita”.
¿Dije gratuita? Por supuesto que esto no es totalmente cierto. En realidad, sabemos que son los propios ciudadanos quienes hacen frente a los gastos de la educación, a través de sus impuestos. Si efectivamente son aquellos de menores ingresos quienes aportan la mayor parte de los recursos, esto es en realidad causado por una estructura tributaria regresiva, donde tienen un importante peso los impuestos indirectos, que gravan el consumo. Una modificación que introdujera, en cambio, impuestos progresivos, crecientes en relación a los ingresos, aseguraría una distribución más equitativa de los recursos. Una solución que no altera en lo absoluto la posibilidad de la educación universitaria gratuita, que ofrece grandes posibilidades a aquellos incapaces de hacer frente a las cuotas de las instituciones privadas.
Se trata de la oportunidad de estudiar en una universidad de excelente nivel, donde para acceder sólo se necesita el deseo, la voluntad de hacerlo. Una institución independiente, donde no hay clientes que tengan la razón porque a la hora de evaluar a los estudiantes no mandan las leyes del mercado y una buena calificación es directamente proporcional a la dedicación y capacidad de aquel que ha accedido a ella de buena ley. No veo como el cobro de un arancel pudiera beneficiar a los sectores de bajos recursos en lo más mínimo. Por el contrario, lo verdaderamente justo y equitativo sería seguir mejorando la calidad de nuestras instituciones educativas, para que ningún sector se vea excluido de la posibilidad de acceder a educación superior por deficiencias de su formación media.
Muchos de quienes aseguran que la gratuidad de la UBA es insostenible nunca asistieron a ninguna de sus clases. Se basan en imágenes esquemáticas a las que acceden a través de los medios, donde los estudiantes aparecen como una masa de jóvenes resentidos que no hacen más que organizar protestas y eternizar su permanencia en la institución sin concluir nunca sus estudios, desperdiciando tiempo y recursos a diestra y siniestra. Quizás si pasaran por sus aulas, los defensores del arancelamiento entenderían que los medios no reflejan la realidad, sino que construyen una susceptible de aparecer en pantalla, de imprimir en el papel grisáceo, en la que entran en juego sus intereses. No existe tal cosa como la objetividad, ni una realidad clara y unívoca. Paralelamente, la visión prejuiciosa y estereotipada tantas veces promovida por los discursos mediáticos es claramente es desmentida por el prestigio a nivel nacional e internacional con el que cuentan muchos profesional egresados de ésta y otras de nuestras universidades públicas.
Estudiar en la UBA implica hacer frente en forma constante a la burocracia, al deterioro edilicio, a la falta de infraestructura. Se necesita esfuerzo, paciencia, tiempo y mucha constancia. Muchas veces parece que son lo profesores, que trabajan por salarios mínimos, movidos en general el deseo de devolver aquello que la universidad les brindó, los que auténticamente la sostienen. Pero a veces las intenciones no bastan, especialmente cuando se pone en riesgo la integridad física de los estudiantes y del personal
El 28 de agosto, una “viga” o “perfil en L” (las fuentes no se ponen de acuerdo, basta con decir que se trató de parte de la estructura del edificio) se desprendió en una de las sedes de la Facultad de Ciencias Sociales, junto con pedazos de mampostería, cayendo sobre una estudiante que afortunadamente no resultó herida. Frente a esta situación, está de más decir que es imposible quedarse de brazos cruzados.
Más allá de las condiciones de mantenimiento y seguridad básicas en los edificios, que debieran estar aseguradas, en muchas facultades de la UBA actualmente son más que necesarios insumos o recursos tecnológicos que se traducirían en un mejor dictado de clases: desde microscopios hasta cámaras de video, pasando por computadoras, proyectores y sustancias químicas.
La necesidad de mayores partidas presupuestarias es indiscutible. Pero, a la vez, la introducción de un arancel obligatorio no es la solución. El espíritu debe ser el de dar cada día a más personas la posibilidad de contar con una educación de mayor calidad y acceder a una formación profesional de excelencia, lo que sin duda redunda en beneficios para la sociedad en su conjunto. La solución debe ser otra.
Una posibilidad sería la de reconsiderar la distribución de los recursos, en especial el presupuesto que se destina actualmente a educación, teniendo en cuenta las implicaciones que esto tiene en el grado de desarrollo del país. Asimismo, se debería revisar la distribución relativa de partidas a las diferentes facultades, aún dentro de la misma universidad, para asegurar una asignación equitativa. Es injusto que ciertos edificios cuenten con monitores de pantalla plana en tanto otros carezcan de puertas en los baños. Por detrás de estas decisiones, se encuentran sin duda una serie de supuestos, por lo general naturalizados, acerca del aporte que los distintos profesionales en ellas formados podrán realizar a la sociedad, sobre los que se impone la necesidad de reflexionar. ¿Bajo que criterios es legítimo valorizar la formación de doctores por sobre filósofos, o de ingenieros por sobre comunicólogos?
Otra posibilidad que quizás debería considerarse es la de instituir una suerte de bonos contribución, de tipo optativo, a través de los cuales los estudiantes tuvieran la posibilidad de colaborar para la realización de pequeñas reformas en los edificios, mejorar su limpieza y mantenimiento o facilitar la adquisición de los recursos técnicos necesarios. Una administración limpia y honesta de estos recursos, en la que se explicitara claramente en qué se gasta cada centavo, ayudaría a incrementar el entusiasmo y la participación en la propuesta, así como a aliviar parcialmente el ahogo presupuestario de la universidad.
Vale la pena pensar en las políticas educativas en términos de construcción y destrucción. "La educación es una arma de construcción masiva”, afirmó Marjane Satrapi. Cerca de 56.000 estudiantes ingresaron al CBC este año. La supuesta barbarie de la universidad pública, con sus demonios de la gratuidad y el ingreso irrestricto, funciona actualmente como un arma de educación masiva, que no podemos darnos el lujo de desmantelar.
lunes, 13 de octubre de 2008
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1 comentario:
Viendo todo el blog y un poco para compartir esto de que e slo que más nos gusta del trabajo del otro; me parece que tu mayor hallazgo está en la zona narrativa sobre todo en "Atracción turística" y ni hablar en "Así no puede ser", que está zarpado. Espero que sea de ayuda mi comentario, y gracias por pasarte por el blog y comentar sobre los cuentos. ¡Nos vemos el martes!
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