lunes, 27 de octubre de 2008

Arte y propiedad privada

Esta obra es mía, tuya, nuestra

El arte y la polifonía, la intertextualidad, la cita directa e indirecta, el homenaje, el reciclaje, el collage, el bricollage, la mezcla, la hibridez.
La propiedad privada parece estar más vinculada a los objetos que a la producción artística. Esa actitud casi infantil, posesiva de aferrarse desesperadamente a un libro, cuadro, pieza musical o lo que fuere, clamando con desesperación “Esta obra es mía, mía y sólo mía” merece ser al menos repensada. Los límites entre lo propio y ajeno se desdibujan y pareciera que, en oposición a lo que ocurre en la sociedad, es posible observar una tendencia en las artes donde lo tuyo es un poco mío y lo mío es en parte tuyo.
Esto se manifiesta especialmente hoy en día, cuando fenómenos como la intertextualidad, el reciclaje, el collage parecen cada vez más vigentes. Los discursos van y vienen, entran y salen, aparecen y reaparecen en nuevas manifestaciones, a veces en formas más explícitas, otras de manera encubierta.
Los productos artísticos se recuerdan, citan y repiten mutuamente y en forma constante. Esto quizás haya sido más naturalizado en el ámbito de la pintura, la música o los lenguajes audiovisuales que en la literatura. El remix en la música, las transposiciones (del teatro, el libro o la historieta al cine y viceversa), las versiones en el cine y artes plásticas resultan cada día más frecuentes y son vistas con creciente naturalidad. En forma instintiva tendemos a admitir que en todos esos casos, la obra retomada y reactualizada no es exactamente la misma: se reduce, hincha, aplasta, deforma y salpica de nuevas tonalidades al aparecer resignificada en un contexto diferente, produciendo nuevos sentidos.
Roy Lichtenstein pintó versiones pop de cuadros de Van Gogh y Picasso y referirse a ellas con conceptos como robo o plagio parece ser absurdo, cuando las marcas del estilo de este artista se hayan tan presentes transformando la habitación de Van Gogh y la pecera de Picasso en otras parecidas y a la vez inmensamente distintas y lichtensteinianas. Cuando nos hablan tan claramente de una nueva obra artística que hace sentido en relación con las anteriores y lleva a que aquellas ya no puedan ser leídas de la misma manera. Todos estos fenómenos son habituales en nuestra cotidianeidad y parecen ser inseparables de la producción social de sentido.
Las leyes que regulan aspectos de la propiedad intelectual, sin embargo, parecen obligar a trazar alguna delimitación en un ámbito en que no la hay, a decir “aquí hay plagio y ahí no”, y así comienza la controversia. Hay que comenzar por admitir que, en el arte, el criterio de demarcación no podrá ser el mismo que en otros ámbitos, porque los productos artísticos, por el sólo hecho de ser tales, dialogan en forma constante e inevitable. Pareciera que la única versión indiscutible del plagio sería un caso extremo: tomar una obra ajena y, sin modificar un línea, nota, plano o pincelada, colocarle una etiqueta con nuestro nombre. En todos los demás, no quedará otra opción que dejar espacio al debate y reconsiderar seriamente si no estamos frente a nuevas formas de expresión artística.

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