La escritura y yo nos descubrimos hace unos catorce años. Yo la venía buscando desde antes, imitándola con garabatos enrulados, pero supongo que sólo nos conocimos realmente cuando yo tenía entre cinco y seis años y aprendí a escribir.
Por aquella época, la de mis primeras incursiones en la escritura, me gustaba escribir cuentos. Creo que me limitaba a escribir en el colegio, pero ocurrió que en tercer grado a una maestra le gustaron y comenzó a colgarlos en una cartelera. Fue por esos tiempos que decidí que, en lugar de maestra, o doctora, o bailarina, quería ser escritora, como lo había sido mi abuelo. Tal convicción me acompañaría por unos cuantos años más, en los que seguiría soñando con un futuro lejano en que me iría a vivir al sur, a una enorme casa junto a un lago, con una biblioteca repleta de libros de todo tipo y un escritorio con vista al jardín donde producir mis cuentos y novelas.
Tales ideas me llevaron, a los nueve años, a intentar emprender mi primera novela, cuya extensión estaba esencialmente regulada por la cantidad de páginas que tenía el cuaderno en el que escribía, y que yo misma ilustraba con mis dibujos. Influida por los libros de aventura que conseguía en la biblioteca del barrio y que por aquella época me fascinaban, especialmente por “Robinson Crusoe”, mi novelita narraba la historia de una niña que escapaba de su casa y se refugiaba en un bosque, centrándose en sus esfuerzos por sobrevivir en él. Dejando de lado todos los problemas de redacción y sobre todo, los de ortografía, mi historia tenía, al menos, un principio, un desarrollo y un final que no recuerdo muy bien, pero que era feliz.
En esa época escribía mucho, en el colegio y también en casa, y relataba apasionadamente, a quien deseara escucharlo, mi firme anhelo de convertirme en una escritora. Ese deseo, sin embargo, iría desapareciendo con los años, aunque no el placer que me producía escribir.
A principios del secundario y probablemente motivada por algunos problemas personales de aquella etapa de mi vida, tuve la intención de escribir otra novela., en este caso una historia fantástica. Si bien esta vez mis esfuerzos estaban mejor encaminados, y el relato estaba planificado con más cuidado, abandoné y retomé la tarea numerosas veces hasta finalmente renunciar por completo al proyecto. Más allá de ese intento, no fue mucho lo que escribí por esos años. O más bien debiera decir que sí, que escribí muchísimo, pero mecánicamente; eran muy escasos los trabajos que involucraban en alguna medida mi interés o creatividad. Hubo, aún así, algunos casos aislados: un cuento mío ganó un premio en el colegio, fui a concursos literarios representando a la escuela, aunque sin tener éxito en ninguno. Decididamente, habían quedado muy lejos mis inocentes intenciones de convertirme en una escritora, y ya no pensaba en ello.
A pesar de ello, tuve un reencuentro significativo, aunque breve, con la escritura en quinto año. Se trataba de una época difícil: grandes cambios tenían lugar en mi vida, me veía enfrentada a la dura tarea de decidir qué camino seguir, y me encontraba desorientada y profundamente angustiada. Me volqué, entonces, a la poesía, género por el que nunca antes me había interesado. Ya no escribía por obligación, no me limitaba a hacer la tarea, sino que me motivaba una necesidad interna de expresión.
Sin embargo, al terminar el secundario y con el comienzo de la vida universitaria, si bien sería falso afirmar que mi desorientación haya desaparecido por completo (supongo que eso nunca ocurre y está bien que así sea), ya tenía un rumbo, al menos provisorio, en mi vida, y, acorralada por toda suerte de actividades y compromisos, abandoné la poesía y la escritura con fines extrauniversitarios por completo.
Reflexionando, tengo que admitir que la escritura y yo hemos mantenido a lo largo de estos años una relación complicada, discontinua, histérica, marcada por encuentros y desencuentros, idas y vueltas. No lo niego, pero, ¿no son también así las historias de los grandes amores?.
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