Yo no la envidio
Introduje la llave en la cerradura y la giré. La puerta se abrió suavemente con un clic metálico, dándome paso a la oficina, donde el sol se filtraba por los amplios ventanales, inundándola con la luz de la mañana. La vista panorámica de la ciudad que ofrecen es privilegiada, pero trato de evitarla debido a mi temor a las alturas. Parece tan fácil caer a través de esas ventanas que de tan limpias son casi invisibles. Busco no pensar en ello, sin embargo, y por eso saco inmediatamente la lista de tareas que me enviaron de la cartera. Empiezo por la primera: revisar el correo.
La oficina nunca está tan tranquila como cuando la jefa está de viaje y el tiempo parece detenerse. Miro burlona, triunfante al sobrio reloj de marco negro que cuelga en la pared. Con una sonrisa, me acerco, le saco las pilas y ahora sí, ya no hay tiempo.
Ordeno papeles, los redistribuyo, respondo cartas mientras tarareo suavemente alguna canción. Veo sobre el escritorio la taza de Alicia, regalo de sus hijos y decido que es buen momento para tomar un café.
Minutos más tarde disfruto, con los ojos cerrados, del espumoso café caliente dentro de la taza roja y blanca. Es un día soleado, aún es muy temprano y es bueno saber que Alicia está a miles kilómetros de distancia, aunque sea momentáneamente. Me saco los incómodos zapatos de taco alto y busco relajar mis hombros y mi cuello, cargados de tensiones.
El gran sillón de cuero es mucho más cómodo que mi torturante silla de madera. Su forma supuestamente ergonómica es un verdadero martirio, no hay forma posible de sentirme cómoda en ella y todo para ahorrarle dinero a la aseguradora, evitando afecciones posturales. Cuando, justamente, nada desearía más que una afección postural, uno de esos envidiables cuadros de stress, o al menos una gripe, lo que fuera para alejarme de esta oficina maldita por unas semanas o meses y tomarme las vacaciones siempre postergadas por un motivo u otro. Y poder al fin tenderme al sol, broncearme sobre la suave arena de la playa por horas e ir cuando quiera a dormir, a almorzar, sin tiempos, sin órdenes, sin prisas.
Quizás en este mismo momento Alicia esté haciendo eso mismo, tomando sol. Quién puede creer que pase un mes entero en tierras lejanas, indudablemente paradisíacas, sin detenerse aunque sea un momento en alguna de esas playas vírgenes llenas de amables nativos siempre bien dispuestos a abanicar a los turistas con grandes hojas de palma y a rodearles los cuellos con collares de flores multicolores, mientras les ofrecen deliciosos jugos de frutas tropicales. Todos sonrientes, radiantes junto al océano a veces verde y a veces azulado. Imagino a Alicia con anteojos de sol, acostada sobre una reposera mientras un moreno caribeño le unta bronceador en el cuerpo y le acerca un vaso repleto de una bebida helada y espumosa.
Cuando vuelvo a abrir los ojos la oficina y su frío confort gris y metálico me resultan odiosos. Y me parece especialmente injusto que sea Alicia quien esté de viaje, cuando soy yo quien realiza la mayor parte del trabajo por un sueldo mediocre mientras ella se limita a sonreír falsamente a los clientes.
Afortunadamente, solamente resta una tarea de la lista. Alimentar al pajarito. Busco la bolsa de alimento balanceado, escondida en un cajón del escritorio y me aproximo a la jaula donde un ave extraña de muchos colores me mira a través de los delgados barrotes. Alicia la trajo de una isla de Australia hace unos meses, para dar un toque de lujo y exotismo a la oficina. Nunca canta, sólo pasa de soporte a soporte todo el día, aunque el clima de la ciudad no parece favorecerla y su plumaje está cada vez más opaco y sus ojos menos vivaces. Lo miro con pena, con la bolsa de alpiste en la mano, aún sin abrir. Y es entonces que caigo en la cuenta que el porte del ave es orgulloso y siento que me observa con superioridad, con sorna y que si no canta es porque sabe que ni yo ni quizás tampoco Alicia, atadas a esta tierra asquerosa por nuestros pies pesados, que sobre ella nacemos y sobre ella estamos condenadas a morir, merecemos su canto. Y que esas plumas multicolores que cubren sus alas, ahora confinadas e inservibles, conocen mucho mejor que nosotras los rincones más impenetrables de la selva y ese océano verdeazulado. Qué importa que ahora esté encerrada, si soy yo la condenada a transitar mi vida entera dentro de la fría cárcel de la oficina, el cemento de las calles y los edificios. Lo miro fríamente y vuelvo a guardar el alpiste en el último cajón, intacto. Me pongo los zapatos, vuelvo a poner el reloj en marcha, marco el último casillero de la lista que dejó Alicia y me voy. Seguramente no tenga que volver hasta la próxima semana.
martes, 22 de abril de 2008
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2 comentarios:
Me había gustado como resolviste mucho la primer parte de esta consigna, y la verdad es que me daba curiosidad saber cómo ibas a arreglartelas con la parte de "los que se quedan"; parecía que no te habían quedado muchas alternativas.
Por eso creo que, otra vez, saliste con algo original, aunque supongo que con el tiempo y a medida que vayamos ampliando la "zona narrativa", puede ser que aparezcan otras dificultades. Supongo que un problema es el hecho de no tener personajes (por lo menos no muy marcados, como la señora que se saca la foto, que supongo que fue la que usaste para ser la empleadora porque no tenías otra opción, no?)que crucen la historia, por ahí podría ser una posibilidad agregar alguno de alguna forma.
Un beso grande
Madi
ah! La respuesta al comentario que dejaste en el texto sobre París que escribí, la dejé en mi mismo blog, así no mezclabamos las cosas demasiado.
La verdad es que sí, se me complicó porque la voz que narra en la primera historia no cuenta nada de sí misma. Ella es la jefa, Alicia, de la segunda historia. Me pareció que no podía ser un turista, porque cuando habla de ellos lo hace tomando una distancia, se trata de alguien que está allí por temas laborales.
La ironía es que la secretaria se imagina que está en una playa paradisíaca, cuando la realidad es muy lejana (basta con remitirse a la descripción que hace de Cisneros). En sus ansias de viajar, de salir de la rutina, refleja en la jefa todo aquello que le gustaría estar haciendo.
En la próxima historia, estoy pensando en trabajar en base al turista que mata a la anciana. Pero tengo que seguir trabajando la idea, todavía.
Gracias pos los comentarios! =)
Saluditos
Emi
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