viernes, 18 de abril de 2008

Memoria de lectora...


Pasé mi infancia y los primeros años de mi adolescencia leyendo en forma definitivamente compulsiva. Esta adicción llegaba a dimensiones hiperbólicas precisamente en las vacaciones de verano.

Hija única. Viajes al sur en auto que se prolongaban por al menos tres días. Una bibliotecaria amiga que, haciendo caso omiso al límite establecido, dejaba que me llevara enormes bolsones de cuentos y novelas. Ausencia absoluta de televisión en el camping. La capacidad, de la cual ahora carezco, de leer por horas en un auto manteniendo el sistema digestivo en perfectas condiciones de funcionamiento. Todo conspiraba magistralmente para que me perdiera entre páginas amarillentas por horas.

Si hay un libro que me recuerda especialmente a esos veranos, es “La historia interminable”, de Michael Ende. Obsequio de mis tíos para navidad o mi cumpleaños, pertenecía a la categoría de esos volúmenes gruesos y sin ilustraciones que leían “los grandes”. Yo tenía alrededor de nueve años y me vi inmediatamente fascinada, absorbida por esas páginas donde el límite entre la realidad y la fantasía se desdibujaba y desaparecía.

La historia era la de Bastian Baltasar Bux, un niño algo patético, gordito y solitario, que da casualmente con un misterioso libro de tapas cobrizas, igual al que el lector tiene entre sus manos. Al abrirlo, éste lo aleja de su entorno angustiante y hostil para transportarlo al maravilloso mundo de Fantasía. Su misión será la de salvar a la Emperatriz Infantil para evitar la desaparición de este mágico reino y, hasta alcanzar este objetivo, vivirá toda suerte de aventuras.

El elemento quizá más cautivante es el hecho de que fantasía y realidad se alternan y entremezclan constantemente a lo largo de la historia. Ambas dimensiones están delimitadas tan sólo por el color de la tinta: la novela está impresa en rojo y verde, y ambos colores se alternan a lo largo de las páginas. A la vez, con el desarrollo de la historia, el límite entre ambas se desvanece lentamente.

“La historia interminable” escarba en el deseo secreto y último de todo lector: el de dejar de ser un espectador pasivo para formar parte de la historia que lee. Supongo que es eso lo que me fascinó y, sobre todo, me arrastró a devorarme esa novela una y otra vez, ese verano, y en muchas otras ocasiones de allí en adelante. Y lo cierto es que aún, íntimamente, sigo guardando la secreta esperanza de que algún día un libro me conduzca en el lomo de un dragón blanco de ojos como rubíes a las fragantes profundidades de la selva nocturna de Perelín, o a la cima de la Torre de Marfil.

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